Una de mis batallas más habituales, tanto en los talleres literarios como en la corrección de manuscritos, es hacer entender al alumno o al autor que el lenguaje oral y el lenguaje escrito no son la misma cosa, y que hay que estar vigilantes para que el primero no contamine al segundo. No conviene abusar del lenguaje coloquial, a no ser que haya una buena justificación; por ejemplo: que sea un personaje de determinado estrato social quien haga uso de esos coloquialismos. Es un recurso muy usado dibujar al personaje mediante su manera de expresarse; y si el personaje tiende a hacerlo en esos términos, ¿por qué no reproducir la literalidad de sus palabras, aunque sean malsonantes?
Pero debemos tener en cuenta que si algo caracteriza al lenguaje coloquial es la pereza. A nivel sociológico, me sorprende que personas que hablan tanto se esmeren, por otra parte, en ahorrar palabras, hasta el punto de sustantivar adjetivos para no tener que pronunciar el sustantivo. Y ese ahorro, en mi opinión, casa mal con un lenguaje escrito que pretende ser elegante, donde todo esfuerzo por lograr la precisión nunca está de más.
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